La cultura del riesgo

La cultura de riesgo es un constructo organizacional multidimensional y dinámico que integra conocimientos, actitudes, emociones y prácticas compartidas para percibir, evaluar y gestionar riesgos de manera coherente y proactiva, funcionando como un motor de resiliencia, innovación y ventaja competitiva, cuya efectividad depende de la alineación entre las dimensiones cognitiva, afectiva y conductual, así como de la integración con la estrategia, los procesos y el liderazgo organizacional.

Esto, que puede sonar un poco abstracto, no es más que integrar los valores y creencias dentro de procesos formalizados que guían a los individuos hacia una mentalidad colectiva con la que construir resiliencia organizativa, determinando no solo cómo se responde a amenazas, sino también cómo se identifican y aprovechan oportunidades estratégicas, lo que pasa también por reconocer que la cultura, al igual que el ser humanos, somos dinámicos y debemos adaptarnos al contexto de cada momento.

Ahora bien, esto no se consigue únicamente con la aplicación de protocolos o herramientas de gestión, sino definiendo cómo los valores y comportamientos compartidos moldean la forma en que los líderes y empleados perciben y responden a la incertidumbre y, para ello, primero cada empresa debe hacer un ejercicio de introspectiva y buscar qué es lo que quiere con el objetivo de establecer valores compartidos que funcionan como un filtro cognitivo que guía la interpretación de información incierta.

Por ejemplo, una organización que valora la ética y la transparencia priorizará decisiones que minimicen impactos reputacionales, incluso frente a oportunidades lucrativas pero arriesgadas, mientras que una que prioriza el cumplimiento normativo, puede evitar lanzar un producto o servicio en un país donde las regulaciones son ambiguas, aunque haya una oportunidad económica atractiva.

Es decir, los valores funcionan como lentes que interpretan la información de riesgo y, para ello, la organización debe establecer qué impactos son más críticos y cómo ponderan sabiendo cuales son los objetivos. Volviendo a los ejemplos, en el campo de la ciberseguridad, aun cuando se hace el análisis de riesgos de forma agnóstica en el sentido de que no se enfoca desde su construcción con vista a los impactos, una vez se obtienen los resultados, estos deben tener una lectura alineada a la cultura de riesgo de la empresa, no con el objetivo de hacer desaparecer todo lo que no encaja, sino para priorizar, de forma que podemos tener impactos:

  • Normativo/legal: sanciones por incumplimiento de regulaciones de protección de datos.
  • Económico/financiero: pérdidas por interrupciones de servicio, fraude digital o robo de propiedad intelectual.
  • Reputacional: pérdida de confianza de clientes, socios o inversores tras una brecha de seguridad.
  • Organizativo: desmotivación o rotación de empleados por sobrecarga o incidentes mal gestionados.
  • Estratégico: afectación al posicionamiento competitivo o retraso en la implementación de nuevas soluciones digitales.

Ahora bien, más allá de la utilidad como hoja de ruta para los análisis de riesgos, que la empresa defina qué es importante y qué no lo es tanto, orienta la gobernanza y estrategia, la cual debería calar en un efecto top-down a los empleados y, con una buena estrategia de comunicación, a todo aquel que mire a la empresa, si bien este proceso no es automático, sino que requiere que los valores y comportamientos compartidos se traduzcan en marcos cognitivos y emocionales que guíen la percepción y respuesta de los empleados frente a la incertidumbre.

Los marcos cognitivos funcionan como lentes interpretativas a través de los cuales los individuos procesan información sobre riesgos a partir de la repetición de experiencias, la observación del comportamiento de los líderes y la exposición constante a protocolos y decisiones estratégicas que reflejan los valores de la organización, por lo que no es simplemente conocimiento técnico; es un conjunto de heurístico y colectivo que permite a los empleados anticipar consecuencias, evaluar probabilidades y decidir con rapidez en entornos inciertos.

Por ejemplo, un equipo de TI que ha internalizado la prioridad de la confidencialidad desarrollará automáticamente criterios para priorizar qué vulnerabilidades deben atenderse primero, incluso ante presiones de tiempo o demandas económicas. Un empleado no solo reconoce que un correo sospechoso debe ser reportado, sino que interioriza un patrón de acción de forma que, al recibir un correo con indicios de phishing, evalúa la prioridad de la organización, activa los protocolos establecidos y notifica al equipo de seguridad, incluso si esto retrasa su trabajo diario. 

Es decir, este tipo de procesamiento cognitivo reduce la dependencia de instrucciones explícitas y fortalece la autonomía informada.

Por otro lado, los marcos emocionales se relacionan con la percepción de seguridad, confianza y legitimidad que los empleados sienten al actuar, generando un entorno donde los errores, los reportes de incidentes o las sugerencias de mejora son percibidos como oportunidades de aprendizaje, en lugar de amenazas personales o sancionables, por lo que la seguridad psicológica no solo aumenta la disposición a reportar problemas, sino que también modula la respuesta emocional ante riesgos, reduciendo la ansiedad, el estrés y la toma de decisiones impulsiva. 

Pero para que se produzcan ambos marcos, se requiere coherencia entre lo que la organización dice y lo que hace, no bastando con comunicar políticas, prioridades o protocolos, pues es necesario que el liderazgo actúe de manera consistente con esos valores. Cuando los líderes modelan conductas alineadas con la ética, la transparencia y la seguridad, se genera un efecto de aprendizaje observacional: los empleados no solo reciben información, sino que aprenden a través del ejemplo, integrando comportamientos deseables en su práctica diaria.

Y esta es la verdadera dificultad, que los empleados se identifiquen con la organización más allá de la relación contractual, que se genere un sentido de pertenencia, un lazo que convierte la cultura de riesgo en un filtro interno de decisión, puesto que cuando un empleado “siente que le importa” la empresa, sus decisiones no dependen únicamente de reglas externas o incentivos económicos: se alinean con los valores de la organización incluso en situaciones ambiguas o críticas. 

En definitiva, cuando los marcos cognitivos y emocionales están bien establecidos y son reforzados por un liderazgo coherente y consistente, la organización logra que cada empleado interprete y gestione los riesgos de manera autónoma, proactiva y alineada con los objetivos estratégicos.

Y para todo ello, el liderazgo desempeña un papel central en este proceso, pues más allá de dictar reglas, los líderes que actúan como modelos de conducta crean un aprendizaje observacional continuo, donde los comportamientos deseables se reproducen de manera natural en todos los niveles de la organización.